Tuesday, September 25, 2012

Últimas noticias


Elsa Jiménez

-¿Entonces qué?
-¿De qué o qué?
-No te hagas. - Responde secamente el hombre. Ella hace una pausa larga, mientras mira a la calle sin ver nada. Finalmente contesta:
-Pues ¿y dónde?
-Tu nomás sígueme, mi’ja. -La toma de la mano y se alejan del parque.
A la mañana siguiente el titular del periódico la “i” lo anunciaba: Una mujer indigente como de unos cincuenta años fue encontrada sin vida en una casa abandonada en el centro de la ciudad, se desconocía la identidad del asesino.
Yo compré el diario por pura curiosidad, esas noticias ni me gustan. Cuando miré la foto me quedé helada. La muerta tenía la misma falda verde limón, corta, con flores blancas que había visto usar a la mujer en el corredor el día anterior. Recordé la sonrisa breve, luminosa, que se dibujó en su rostro al irse con aquél tipo.

Monday, September 17, 2012

La Flaca


Oswaldo Olivas

Me la mataron. Pinches chotas no valoran la vida.
Tres años anduvo conmigo. Me la encontré en Mazatlán, la última vez que regresé del atún.
Una vez mordió a una doñita, pero no era brava.
La semana pasada estaba en el parque del Mundito, porque ya no nos dejan entrar al parque Madero. Llegaron los mulas y me quisieron levantar.
La Flaca se puso roñosa y le ladró al policía. El culero le pegó un patadón en la cabeza.
Algo le movió, porque estuvo convulsionándose un rato.
No la libró.
El pinche perro se fue riendo.

Los Hipócritas


Por Axel Valdez

Cada día nos guardamos las barbas, nos ponemos los zapatos, nos fajamos la camisa. Le sonreímos al compañero insoportable en el estacionamiento. Nos reímos con los chistes del jefe. Tenemos una charla casual con el que siempre trata de jodernos. Levantamos la mano en las reuniones. Hacemos observaciones inteligentes con cuidado de no ofender a nadie. Hacemos nuestro trabajo de ocho a cinco y lo hacemos bien. De vez en cuando nos ascienden, nos aumentan el sueldo, nos dan una palmadita en la espalda.

Somos los que hace diez años condenábamos al capitalismo. Los que vestíamos camisetas negras deslavadas, aretes y pulseras punk. Somos los incorruptibles, los orgullosos, los rebeldes.

Somos los que le dimos las nalgas al sistema.

Somos los hipócritas.

Tuesday, September 11, 2012

Tres Cigarros.


Axel Valdez

No teníamos nada. La sala era un sillón que ya estaba allí cuando llegamos. Tenía los resortes hundidos de un lado, pero estaba al chingazo para pasar el rato. La cocina era una parrilla eléctrica que encontré en un tianguis una vez y que pusimos arriba de una java de madera que hacía las veces de alacena. Dormíamos encima de un par de cobijas, y si hacía frío quitábamos una y nos la echábamos encima.

La neta, nunca nos agüitamos. O no sé, a lo mejor mi morra sí, pero nunca dijo nada. Yo era bien feliz pasando las noches hablando de las rolas que nos gustaban, de cuando estábamos morritos, o de las cosas que íbamos a hacer cuando tuviéramos dinero.

Hablábamos por turnos mientras fumábamos cigarros de los más baratos: Boots, Faros, Alitas, lo importante no era que estuvieran buenos, sino poder comprar más. Cuando estás así de jodido tienes que asegurarte de siempre tener cigarros, porque en esos días en los que no hay ni para sopas Maruchán, cuando ya no tienes ni madre qué comer, tres cigarros seguidos te revuelven el estómago y te quitan el hambre.

Ah, mi morra. Si me la encontrara ahorita, después de todo este tiempo, no le diría nada. Ni siquiera le preguntaría por qué no se despidió. Cuando tocas fondo las reglas son diferentes.

Cada nota retumbaba en mis oídos


Fernando Andrade

Me despertaron las luces en la carretera. Apenas podía abrir los ojos. Era de madrugada y faltaban algunas horas para llegar a nuestro destino. Tú manejabas, y los dos compañeros del asiento trasero dormían. El ambiente era helado, pues viajábamos con la refrigeración en el nivel más alto.

En el estéreo, sonaba el disco de Mogwai que escuchamos varias veces durante el viaje. Para ser exactos, la canción que escuché al despertar fue la de Hunted by a Freak.

Recuerdo la atmósfera de desolación creada por los guitarrazos al escapar de las bocinas, y el vacío en el estómago que me provocaba. No era la banda sonora perfecta para un viaje nocturno, pero el disco seguía ahí, en repeat perpetuo, y nadie presionaría el botón de expulsar.

Cada nota retumbaba en mis oídos y me hacía pensar que la canción estaba basada en nuestra historia. Imaginé que yo era una presa desamparada y tú, a lo lejos, buscabas el momento perfecto para jalar el gatillo. En tus dominios, predecías todos mis movimientos, siempre un paso adelante. Que sólo era cuestión de tiempo para rendirme ante la emboscada.

Qué equivocación la mía. Mi sangre ya estaba completamente drenada, mis pedazos ya vendidos al carnicero de la colonia. Mi cabeza disecada, clavada en tu corredor. Felicidades. Como los cazadores, supiste aprovechar el momento de confusión. Con astucia, reconociste en mis ojos, el brillo de quien ha visto muy poco. Eso fue así.

Claro, me faltaba mucho para saberlo. Uno va por la vida desconociendo que ya fue destazado, y está listo para consumo. Con la tranquilidad que sólo puede brindar la ignorancia, cerré los ojos, y me dejé arrullar por la misma melodía con la que los había abierto, creyéndome listo para tu siguiente ataque.

Tuesday, August 28, 2012

Cicatrices y misterios


Oswaldo Olivas

Estuve allí cuando murió su madre.  Lo conozco desde hace cuatro años y sé la historia de algunas sus cicatrices.
No habla conmigo, aún así nos entendemos.
Nos vemos casi a diario, no hay un lazo sanguíneo pero somos famila.
Su madre enfermó de repente y a las pocas semanas murió. A él no le importó, como si no se hubiera enterado.
Me ha enseñado que cada  cicatriz es una historia o un misterio. Nunca sabré cómo perdió ese pedacito de oreja.
Me hace pensar sobre la muerte, imagino que morirá primero que yo, como pasó con sus versiones anteriores.
Le gusta matar animales y lo presume, no estoy de acuerdo pero es su naturaleza. No espero que cambie.
A veces me mira sin moverse hasta que se duerme.
Todos los días le cambio de nombre.

Wednesday, August 22, 2012

Hasta la media noche


Luis Moreno

En casa de mi abuela siempre hemos pasado la Noche Buena. Ella siempre ha sido religiosa, por lo que había tradiciones que más bien eran reglas, una de ellas era  Nadie abre los regalos hasta la media noche, y sólo después de poner al niño Jesús en el nacimiento.

Para unos niños inquietos y desesperados por tener regalos, lo anterior era muy difícil de sobrellevar y, por supuesto, no lo hacíamos. La curiosidad siempre se imponía. Aprovechando cualquier oportunidad nos escabullíamos para tomar un regalo y medio abrirlo. Tal vez no podríamos jugar con él, pero al menos ya teníamos una idea de lo que venía.

Foto: danilosierrac 
Al llegar las doce yo ya sabía cuáles eran mis regalos, a excepción de uno, el que me daba mi padre. Ese siempre estaba escondido en algún lugar, nunca a la vista, sin oportunidad de abrirlo a deshoras. Gracias a esto, siempre había una sorpresa presente.

Mi padre nunca me preguntaba qué era lo que yo quería, él trataba de escuchar mis pláticas y sacar conclusiones. Regularmente lo hacía bien, siempre sus deducciones fueron correctas, sin embargo, una vez le salió sin intención.

En aquellos tiempos el Fantasy era el paraíso del infante, un lugar lleno de juegos y maquinitas. Una de ellas era la famosa maquinita de Los Simpsons, ésta siempre tenía mucha gente alrededor, por lo que  sólo poder jugarla ya era un reto. Cuando llegaba a casa después de una sesión, sólo hablaba del juego, mi padre al escucharme captó que el juego de Los Simpsons para Nintendo era lo que yo deseaba esa Navidad.

Sin embargo, la versión casera del juego era muy distinta a la que se encontraba en el Fantasy, le faltaba la jugabilidad y sencillez, yo ya la había jugado y la verdad no se encontraba en mi lista a Santa. Mi padre no sabía mucho de esto y se dio a la tarea de buscarlo.

Al convertirse la Noche Buena en Navidad, me encontraba ansioso por su regalo, pero noté la cara de pena al entregármelo. Lo abrí, dentro encontré una gorra original de los Atléticos de Oakland, mi equipo de beisbol, y en la visera un vale por el juego de Los Simpsons de Nintendo. Al verlo me dijo “perdón, no lo encontré, habrá que seguir buscando, pero tendrás tu juego”. A lo que yo respondí “No te preocupes, el juego no es tan bueno”.

La verdad, no le hice tanto caso al vale, lo que me importó fue la gorra. Esa gorra me acompañaría por los siguientes dos años o más.

Al final conseguiríamos el juego, no era tan malo después de todo.

A golpe de rueda



Ana Contreras

Los momentos más felices de mi infancia van acompañados de ruedas y golpes.

—La Lupita quiere que Santa le traiga patines —dijo David.
—No, patines no —respondió Ana, con la masa entre las manos y esa rudeza suya de toda la vida. Así, sin siquiera mirar, descartó los deseos de la pequeña sin importarle que estuviera a su lado en esa charla de cocina.

Pinche Santa, de todos modos siempre trae lo que le da la gana, pensé. Santa no me defraudó, ese diciembre del noventa tampoco llegaron los patines.

Las navidades solíamos pasarlas en dos tiempos: primero en casa de los abuelos paternos. Con ellos la cena siempre exquisita, los regalos, la sidra, los acetatos de las tías solteras, las charlas interminables, la chimenea, las mascotas y la visita de ese ser tocado por Dios: Tío René, el sacerdote de la familia. Pasada la noche buena, dulce y casi siempre sin contratiempos, los abrazos y el temporal de paz y armonía, íbamos a recalar al Palo Verde, a la casa de los abuelos maternos donde la experiencia era todo lo contrario a las horas previas. No abundaré en ellas.

"La bicicleta con alas", Julio Vanzo.  
Esa noche no dormí. Sabía, por la expectativa creada por mi madre, que algo grande venía; desde luego no serían unos patines, ya para ese entonces había perdido la fe. Un milagro no iba a ocurrir, no a mí. Mis padres abrían y cerraban la puerta para verificar que estuviéramos dormidos, eso de fingir no es lo mío pero aguanté como pude y me quedé quieta hasta que finalmente anunciaron la llegada de Santa. Vaya, pensé que no vendría, pero... por dónde chingados entró, si estuve pendiente y nunca se oyó el abrir y cerrar del cerco, me dije. Salí como cuete de entre las colchas, mis hermanos no se inmutaron.

En fin, nunca lo hubiera imaginado, era aberrante pensar en un premio después de haber metido la pata en los rayos, pese a la advertencia de mi padre y ambos salir volando algunos metros. No fue un accidente, fue curiosidad.
Las horas siguientes transcurrieron sobre ruedas, la bici estaba un poco grande para mí, era roja y tenía colchonetas color rosa con estrellas blancas. Se llamó Bimex, no me pregunten por qué, quizá sea porque a todo le pongo nombre. Imprudente como soy, me metí los meros madrazos por las avenidas de la Emiliano Zapata donde dejé los codos y las rodillas, no había pavimento, las calles eran subidas y bajadas.
Pero no se baja de la bicicleta, decían. Siempre he sido muy atrabancada, será por eso que desde pequeña estoy acostumbrada a los accidentes, aunque no tengo recuerdo de haber tenido tantos como aquel día. Cuando al fin dejé de caer, fue como tener alas.

Recuerdo muy pocas sorpresas a lo largo de la vida, pero esa, sin duda, es la más feliz de la infancia. Pinche Santa, se la voló.


Encuentros


Fernando Andrade

Primer encuentro.
Tengo 4 años, son las tres de la mañana de Noche Buena que todos pasamos en casa de mi Nana Licha. Me levanto de la cama, y en mis pijamas de Superman, me introduzco en la nube de cigarro de la sala. Le pregunto a mi tío David, "¿ya llegó Santa Clós?" Él me contesta, "no mijito, todavía no llega, vete a acostar, ándale". Sin cuestionar, me regreso a la cama donde duermen mis primitos y cierro los ojos. Creo en Santa Clós.

Segundo encuentro.
Foto: Carlos Sánchez.
Tengo cinco años. Mis papás y yo nos vamos a las tiendas del otro lado. Al llegar a la más grande, mi papá se separa de nosotros. Mi mamá y yo recorremos la tienda sin comprar, por un buen rato. Me aburro y me dirijo a la entrada. Me sorprendo al ver a mi papá en la fila de cajas comprando el regalo que le pedí a Santa en mi carta. Voy corriendo con mi mamá y le pregunto qué está pasando. Ella me explica que Santa no tiene dinero para comprarle regalos a todos los niños. Que a veces los papás compran el regalo y se lo dan, para que él lo entregue a los niños en Navidad. Sin cuestionar, voy con mi papá, le tomo la mano para salir de la tienda. Creo en Santa Clós.

Tercer encuentro.
Tengo seis años. Es veinticinco de diciembre, y son las once de la mañana. Mi hermano y yo en casa de la abuela y desesperados, tratamos de despertar a mi papá, para que nos lleve a casa por nuestro regalo.  Mi mamá entra al cuarto y nos dice que, antes de casa, tenemos que ir a misa. El René y yo, sólo pensamos en el Atari que nos espera al llegar. Después de chutarnos la misa de doce, seguido de los abrazos eternos, al fin llegamos. Entramos corriendo, directo al arbolito, repleto de luces apagadas. El Atari no está. El Atari no está. Nos paralizamos sin saber qué hacer. Cuando estamos a punto del dueto de llantos volteamos a la cocina y allí, en el suelo, dentro de una bolsa de papel, yace nuestro Atari. Santa sólo tuvo tiempo de entrar a la cocina. Creo en Santa Clós.

Después de tantos años, es curioso: recuerdo las consecuencias de tener unos papás torpes en Navidad, pero, por más que intento, no puedo recordar el día que dejé de creer en Santa Clós.

Tuesday, August 21, 2012

Invencible


Axel Valdez
Ilustración: Axel Valdez

Cada sábado era especial. A la una de la tarde empezaba "Los Invencibles del Ring" en el cuatro, y todos en la familia sabían que por las siguientes dos horas la tele Phillips blanco y negro con pantalla de doce pulgadas era mía. Lo mejor era cuando ponían una película de El Santo. El enmascarado de plata era el rey de todos los luchadores. Sin importar si lo atacaban momias, monstruos o extraterrestres con pistolas de rayos, El Santo siempre salía victorioso. Al Santo nadie le ganaba.

A veces después de la película estaba tan emocionado que luchaba con mi papá. Le pegaba en el pecho con la mano abierta, como los luchadores profesionales, y él inevitablemente caía en la cama grande. Saltaba desde la otra cama en una espectacular plancha, poniéndolo a espaldas planas contra la "lona". Siempre terminaba con una doble nelson, con eso él se rendía quejándose del enorme poder de mis bracitos de seis años.

— Papá, ¿hay alguien que le gane al Santo? —Le pregunté un domingo mientras cenábamos en el comedor de cuatro puestos.
— El Santo se la pela — respondió, dejándome boquiabierto — Yo le gané una vez.

No pedí mayores explicaciones porque no las necesitaba. Estaba sorprendido. Yo le ganaba en las luchas al único hombre en el planeta que le podría ganar al Santo.

Ese lunes, de camino a la escuela, crucé sin miedo las calles donde los cholos siempre me querían quitar mis cosas. Ese día el mundo fue mío. Ese día ya sabía que yo era invencible.



La hora de salida


Edgar Aguilar

A todos nos gustan los viernes o por lo menos a la mayoría, sobre todo en la infancia… creo que a la mayoría de los niños que conocí.
A mí, entonces, en sexto de primaria, me gustaban. Porque los viernes me dormía hasta tarde, porque íbamos con mi tía Sylvia, quien tenía una videocasetera. Me gustan los viernes porque, aún hasta la fecha, le sigue el sábado, porque los viernes mis primos y yo rentábamos películas de terror y también porque en la escuela nos tocaba educación física.
Nunca fui un buen atleta pero disfruté del juego. En ese tiempo era “el carro”: juego de pelota de esponja que emula las reglas del beisbol y el quemón. No recuerdo bien cuántos niños armaban los dos equipos. No había posición de pitcher, sólo había dos bases y los niños nos insultábamos constantemente.
Ese viernes que traigo pegado íbamos ganando. Yo me había “subido a las bases“ en todos mis turnos. Jugué primera y segunda base, creo que cometí errores, pero receté a tres. A veces cometíamos errores adrede para recetar. No creo que haya sido la ocasión.
Educación física estaba acomodada al final del horario de clase, por lo mismo, cuando terminaba la clase los viernes terminaba también el horario escolar. Eso para mí era lo mejor. La hora de salida era marcada por tres campanadas. La primera de aviso para acabar con la clase, la segunda para estar listos, la tercera de salida definitiva.
Foto: Carlos Sánchez
Recuerdo golpear la pelota con todas mis fuerzas. La pelota se elevó y después pegó en el piso. El Gordo Arredondo se acercó a la pelota, corrió hacia mí cada vez más cerca de la segunda base. Me eché un clavado a la base. Yo y la pelota en el aire. La primer campanada. El recetón tronó en mi espalda.  Algo tronó en esa ocasión.
Ese viernes se murió “El Nachi”, mi abuelo. Su muerte dividió a la familia. El abuelo había vivido por casi dos años con cáncer en la tráquea: murió por hemorragia. Alguien dijo que su sangre chispeó el techo del cuarto. Mi tía Sylvia, la mayor asumió la responsabilidad de cambiar las sábanas empapadas de sangre.
Desde entonces pienso que ese momento en que la campana sonó y la pelota me recetó, ese mismo instante, mi abuelo murió. Luego mi cuerpo se estrelló irremediablemente contra el piso.
A veces sueño que la pelota es lanzada hacia mí y se queda suspendida, yo golpeo pesadamente el piso; otras veces la pelota me golpea y soy yo quien se suspende; solo una vez vino mi abuelo a platicar de todo, menos de su muerte.
Ganamos el juego por tres o cuatro carreras. No recuerdo nada más de ese día, salvo que no llegó mi mamá por mí y esperé más de lo normal. No sé si antes pensé en las coincidencias, las he cuestionado, fantaseado en saber cómo operan. Casi siempre vuelvo a esa ocasión. Ahí, algo en mí la sostiene como una verdad larvando sobre nosotros y se extiende como una sombra precisa e incomprensible, que llega como un latido; presiento en momentos en los que unos jugamos y otros morimos. Para mí momentos de campanadas y recetones se conjugan, y la acción de la gravedad existe para reafirmarnos que nada podemos hacer al respecto.

Monday, August 20, 2012

Un milagro



Por Itzamara Gutiérrez

Tenía seis años de edad y tres deseando que se cumpliera un milagro.

Desde antes de nacer mi vida era un berrinche, mi nacimiento fue uno de ellos. Conforme crecí los berrinches me acompañaron, dejé de alimentarme de mamá hasta que se me dio la gana, me cambiaron el apellido sólo porque quería tener papá y las navidades ni se diga: muñecas, patines, ropa. Pero nadie, absolutamente nadie comprendía que yo sólo quería un milagro.


Era noche buena, el ambiente estaba repleto de luces, música, parientes incómodos, de esos que sólo se aparecen en esas fechas.

La hora de los milagros se acercaba, ese momento en el que todos abren sus regalos, se abrazan, lloran y otros etcéteras.

Pero a la hora de la hora algo pasó, todo comenzó a moverse, las cosas caían de los estantes y mi sonrisa salió a flote, el milagro estaba por cumplirse.

Corrí, me senté en el piso de la cocina y dejé que todo pasara.

No tardó ni un minuto mamá en encontrarme, entró desesperada y nos vio allí, tranquilitos: mi regalo de navidad y yo, mi frasco de galletas y yo.


Imagen: Mark Ryden

Sunday, August 19, 2012

Caballo de palo


Jesús Cázares

Era regaño seguro. Había estado jugando con el cordón blanco que mi mamá compró en una mercería del centro y no recordaba dónde lo había dejado. Había perdido las riendas de mi caballo.

De los cuatro solares juntos donde vivían mis abuelos y mi tía Chayo, allá en Sinaloa, el que más me gustaba era el último, el que tenía la pila de agua y se llenaba de maleza con las primeras lluvias.

Allí había estado jugando a correr por la selva y a cortar guamúchiles y ciruelas verdes. No supe en qué momento tiré el cordón o si lo usé para salvar algún peligro en aquella travesía selvática. El punto es que lo había perdido y mi destino seguro eran unas nalgadas bien dadas si no lo encontraba.

Con la cara de mayor tranquilidad de la que era capaz regresé adonde trabajan en la confección de mi uniforme militar y pasé frente a mi madre como si nada. Seguí hasta la sala y con no sé qué promesa conseguí una fuerza de tarea en equipo conformada por mi hermana, tres primos y una vecina.

Pretextando ir a jugar al monte le dimos varias vueltas al terreno sin tener suerte. Poco a poco mis ayudas me fueron dejando solo y se dedicaron más a sus propias aventuras en la selva. Empezó a caer la tarde y a crecer mi miedo ante el cinto que ya sentía formándome verdugones en las nalgas.

En eso estaba, sufriendo por adelantado, cuando el más chico de mis primos me habló hacia donde estaba, en el límite del terreno. Había encontrado el cordón.

Una de sus puntas estaba unida a un arbusto mientras que el otro extremo se perdía entre hojas y flores: estaba atado a la pata de una iguana.

Recuperé el cordón justo cuando mi mamá terminaba de pintar mi caballito de palo y me pedía que se lo regresara para ponerle la rienda. Era el caballo blanco que monté cuando fui un general de Cri Cri en mi graduación del kínder.

Rieles



Por Oswaldo Olivas


Soy de la generación que conoció los trenes. Cuando era niño, me entusiasmaba viajar, no por los destinos, sino por subirme a esa imponente máquina donde uno podía recorrer de punta a punta observando a la gente y escuchando el sonido del metal sobre los rieles.

Nunca pedía juguetes a mis padres, ellos decidían, no sé si batallaban para elegir qué regalarme en mi cumpleaños y otras fechas del calendario de regalos.
Lo común era que me comprarán música, discos de vinil y de colores con música para niños.

Pero hubo un momento, no sé si fue Navidad, mi cumpleaños o simplemente un gran día, que llegó mi padre con una caja. No tenía moño ni estaba envuelto en papel colorido. Era un tren. Locomotora, tres vagones y el cabús. Decenas de tramos de vías que armé y desarmé durante miles de horas. Formaba nuevas rutas, fabricaba túneles con cajas de zapatos, paisajes con sillas, sillones, y cualquier objeto presente en la casa.

El tren no era un juguete, era el motivo para construir la ciudad, el campo y lugares fantásticos en los que gatos gigantes ponían en riesgo la vida de pasajeros, que junto a mí, siempre viajaban gratis en el ferrocarril.
No sé cuál fue el último destino de ese tren, desapareció como sus similares de cientos de toneladas.

Hoy ya no venden trenes de juguete, como si alguien quisiera borrarlos de nuestras memorias.


Recuerdo antioxidante


Por Lupita Navarro

Cuando era niña la navidad era el día más esperado. Creíamos en Santa Clós
porque mis papás y tíos veían la forma de mantenernos la fantasía. En noche
buena nos mandaban a dormir alrededor de las diez. Como si la emoción nos
fuera a dejar caer en el sueño. Nos metían a todos los primos al cuarto de mi
nana porque era el más grande. Qué íbamos a dormir. En cuanto nos dejaban
según ellos quietos, corríamos en silencio a la puerta para asomarnos aunque nos
hubieran dicho que Santa sólo venía si nos dormíamos.

Uno de esos días esperados, nos “despertaron” antes del amanecer, y
corrimos a la sala donde la rama de un palo fierro la hacía de árbol de navidad.
Detrás de él, con un papel dorado y Santa Closes en caballitos de carrusel,
sobresalía mi regalo. Debía ser mío, mía por que la quería desde hacía mucho. La
había querido siempre. Una bicicleta. Qué trabajo debieron pasar para envolverla
y yo lo rompí de volada, eufórica y bien feliz. Un cuadro rosa con las llantas
blancas y cintas a los lados del manubrio. Tenía unos pantalones de mezclilla que
nunca me quitaba, tenían un montón de agujeros y los más grandes estaban en
las rodillas.

Ahora vuelvo a ser niña en el recuerdo, y constantemente me observo
paseando en el patio, en la calle, con esos pantalones que me acabé antes de que
ya no me quedaran. En la memoria sigo trepada en esa bicicleta que aún se oxida
en el patio trasero.

Thursday, August 16, 2012

Niño Perdido


Por Axel Valdez

Tengo cinco años, y por alguna razón estoy saliendo de la escuela una hora
antes. Mi casa está del otro lado del mundo. Cruzo el portón de la escuela y
me paro en la banqueta. Miro a ambos lados y me quedo paralizado por varios
minutos. Nunca he estado en el mundo solo. No tengo idea de cómo llegar a la
casa y aunque la tuviera ¿cómo llega un niño de 5 años al otro lado del mundo?

Sigo paralizado por un rato y por alguna razón decido que lo mejor será darle
una vuelta a la manzana. Camino. Le doy una segunda vuelta. A la tercera
vuelta me empiezo a dar cuenta de que no se qué hacer, y el miedo empieza a
aumentar. Le doy una cuarta vuelta con los ojos llorosos. A la quinta vuelta me
siento en la banqueta, atrás de la escuela, a llorar.

Unos tenis sucios se paran frente a mí. Levanto la vista y veo que es
alguien grande, de unos diez años, y que ha dejado su bicicleta acostada en la
orilla de la calle, al lado de sus cinco o seis amigos grandes de también unos
diez años y con bicicletas. Me pregunta por qué lloro, le explico que no sé como
llegar a mi casa, que está bien lejos, que mis papás no saben que salí temprano
de la escuela.

La pandilla de adultos decide darme un aventón. Me preguntan dónde
vivo y yo sólo sé que en la esquina de mi casa hay un taller de máquinas para
sembrar, frente a unas parcelas. Uno de ellos grita "yo sé dónde es", y me dice
que me suba "en los diablos".

Me trepo en la bicicleta y durante más de una hora recorremos la colonia.
Damos vueltas, perdemos el camino, desandamos lo andado y tomamos nuevas
calles en lo que es ya más una aventura que un aventón a casa. Hasta se me
olvidan los grandes problemas que tenía hace un rato.

Por fin, en una vuelta, reconozco mi casa a lo lejos. Les grito que ahí es,
y me dejan en la puerta. Cuando entro a la casa encuentro a mis papás con cara
de susto: ella después de irme a buscar a la escuela, y él después de salirse
del trabajo ante las llamadas histéricas acerca de un hijo perdido. Han pasado
dos horas después de mi hora de salida habitual. Gritan regaños mientras me
abrazan con alivio. En cuanto puedo les cuento de mis salvadores, pero estos ya
hace rato desaparecieron.

Tuesday, August 14, 2012

La calle tenía vida


Por Luis Moreno

Crecer en el mero centro de la ciudad, antes, era una situación muy distinta a la actual. Siendo el más chico de tres hermanos, con casas llenas de vecinos de la camada, la risa de los niños era cosa común para el transeúnte. La calle tenía vida. Hasta existía la viejita loca que ponchaba las pelotas si osaban caer en su propiedad, y una tienda en la esquina para comprar chuchulucos, que a veces, sí, a veces, no, nos fiaban.

El centro era un barrio como cualquier otro, pero poco a poco fue cambiando, los vecinos se empezaron a mudar, las casas fueron derribadas para dar paso a comercios y bodegas, fue en los tiempos que al alcalde en turno se le ocurrió la mancha roja, y con esto, lo que era una calle tranquila se convirtió en la congestionada salida hacia el norte para el transporte público y el tráfico comercial.

La calle perdió su vida, los juegos de pelota de mi infancia dieron paso a los videojuegos y un poco al encierro. Después empezarían las escapadas a la colonia San Benito, en lo que fue, en los hechos, el final de mi infancia.

Foto: Ramón Oria 

Fuga del recuerdo



Por Oswaldo Olivas

Tengo pocos recuerdos de mi infancia. No puedo calificarla de feliz o triste. Recuerdo escenas que a veces dudo si fueron reales. Mi padre leyendo el periódico en voz alta cuando yo no sabía leer, mi madre apagando el sillón que incendié cuando jugaba con fósforos, una mudanza de ciudad a causa de problemas económicos. Siempre teníamos un gato.

Sólo tengo un recuerdo muy claro: cuando tenía siete años me regañaron por alguna razón. Hice un berrinche y me fui de la casa. Caminé durante unas horas por la colonia Cortinas de Ciudad Obregón. Fue la primera vez que sentí la libertad de vagar.

Luego, en un acto que ahora veo cruel, regresé a escondidas a la casa y debajo de una cama observé durante un rato el espectáculo de la preocupación de mis padres.

Ese día comenzaron mis recuerdos.

Ellos y tú


 Por Fernando Andrade

Ellos trabajando todo el día para poder darnos la mejor educación. Ellos mandándote a una escuela de paga a la que asistían los Zaied, y los Dabdoub, las familias más poderosas de la ciudad. Él, siempre enojado porque sólo había dinero para pagar la colegiatura. Ella, siempre con los ojos tristes porque él, siempre enojado.

Tú, callado y taciturno porque no querías estar en ese lugar. Tú, tomado de las rejas con todas tus fuerzas, imaginando que, como He-Man, las podrías abrir y escapar. Tú, con todas las estrellitas doradas en la frente.

Ella, preocupada porque la maestra cree que el primogénito es un autista. Él, tomando y gritando, y generalmente no sabiendo cómo se es un padre.

Y él te regala la mitad de un chicle Bubble Yum de sandía, y tú lo guardas como un tesoro. Y llega el recreo, sacas de tu bolsa el chicle con marcas de dientes, para presumirlo;  pero llega un idiota, que es, como, el hijo del presidente, y  abre un paquete completo de chicles. Tú, masticas y callas.

Y tú no entiendes. Los papás no saben nada. Nunca es suficiente. Nada es suficiente. Y pasan los años, y luego sí lo entiendes.

Monday, August 13, 2012

Como el fuego




Por Itzamara Gutiérrez
Tengo la única prueba de que tuve infancia frente a mi cuaderno, el sentimiento de que todo se quemó puede palparse en la textura de una fotografía, donde se ve la mezcla de ojos redonditos y cenizas.
            El recuerdo más fresco sobre mi niñez, es aquel en el que corría de emoción en una fiesta en la que mi ajuar se componía de elementos rojos.
            No recuerdo mucho, se filtran dos o tres frases del abuelo, los berrinches solapados por la mamá.
            Tal vez no recuerde gran parte de mi mocosa etapa, porque fue de lo más feliz: rosa. O tal vez porque veo la foto y siento que todos esos años se quemaron, junto a todo lo demás.
Escribir es un arrojo de no dejarse distraer, ni atraer, por ninguna otra tarea, y tras muralla de forzada soledad ir poblando cuartillas con las voces e imágenes "con el tumulto y la furia" de esa vida concretada en el cerebro, hasta que quede fijada como recreación literaria.