Tuesday, August 21, 2012

La hora de salida


Edgar Aguilar

A todos nos gustan los viernes o por lo menos a la mayoría, sobre todo en la infancia… creo que a la mayoría de los niños que conocí.
A mí, entonces, en sexto de primaria, me gustaban. Porque los viernes me dormía hasta tarde, porque íbamos con mi tía Sylvia, quien tenía una videocasetera. Me gustan los viernes porque, aún hasta la fecha, le sigue el sábado, porque los viernes mis primos y yo rentábamos películas de terror y también porque en la escuela nos tocaba educación física.
Nunca fui un buen atleta pero disfruté del juego. En ese tiempo era “el carro”: juego de pelota de esponja que emula las reglas del beisbol y el quemón. No recuerdo bien cuántos niños armaban los dos equipos. No había posición de pitcher, sólo había dos bases y los niños nos insultábamos constantemente.
Ese viernes que traigo pegado íbamos ganando. Yo me había “subido a las bases“ en todos mis turnos. Jugué primera y segunda base, creo que cometí errores, pero receté a tres. A veces cometíamos errores adrede para recetar. No creo que haya sido la ocasión.
Educación física estaba acomodada al final del horario de clase, por lo mismo, cuando terminaba la clase los viernes terminaba también el horario escolar. Eso para mí era lo mejor. La hora de salida era marcada por tres campanadas. La primera de aviso para acabar con la clase, la segunda para estar listos, la tercera de salida definitiva.
Foto: Carlos Sánchez
Recuerdo golpear la pelota con todas mis fuerzas. La pelota se elevó y después pegó en el piso. El Gordo Arredondo se acercó a la pelota, corrió hacia mí cada vez más cerca de la segunda base. Me eché un clavado a la base. Yo y la pelota en el aire. La primer campanada. El recetón tronó en mi espalda.  Algo tronó en esa ocasión.
Ese viernes se murió “El Nachi”, mi abuelo. Su muerte dividió a la familia. El abuelo había vivido por casi dos años con cáncer en la tráquea: murió por hemorragia. Alguien dijo que su sangre chispeó el techo del cuarto. Mi tía Sylvia, la mayor asumió la responsabilidad de cambiar las sábanas empapadas de sangre.
Desde entonces pienso que ese momento en que la campana sonó y la pelota me recetó, ese mismo instante, mi abuelo murió. Luego mi cuerpo se estrelló irremediablemente contra el piso.
A veces sueño que la pelota es lanzada hacia mí y se queda suspendida, yo golpeo pesadamente el piso; otras veces la pelota me golpea y soy yo quien se suspende; solo una vez vino mi abuelo a platicar de todo, menos de su muerte.
Ganamos el juego por tres o cuatro carreras. No recuerdo nada más de ese día, salvo que no llegó mi mamá por mí y esperé más de lo normal. No sé si antes pensé en las coincidencias, las he cuestionado, fantaseado en saber cómo operan. Casi siempre vuelvo a esa ocasión. Ahí, algo en mí la sostiene como una verdad larvando sobre nosotros y se extiende como una sombra precisa e incomprensible, que llega como un latido; presiento en momentos en los que unos jugamos y otros morimos. Para mí momentos de campanadas y recetones se conjugan, y la acción de la gravedad existe para reafirmarnos que nada podemos hacer al respecto.

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