Sunday, August 19, 2012

Caballo de palo


Jesús Cázares

Era regaño seguro. Había estado jugando con el cordón blanco que mi mamá compró en una mercería del centro y no recordaba dónde lo había dejado. Había perdido las riendas de mi caballo.

De los cuatro solares juntos donde vivían mis abuelos y mi tía Chayo, allá en Sinaloa, el que más me gustaba era el último, el que tenía la pila de agua y se llenaba de maleza con las primeras lluvias.

Allí había estado jugando a correr por la selva y a cortar guamúchiles y ciruelas verdes. No supe en qué momento tiré el cordón o si lo usé para salvar algún peligro en aquella travesía selvática. El punto es que lo había perdido y mi destino seguro eran unas nalgadas bien dadas si no lo encontraba.

Con la cara de mayor tranquilidad de la que era capaz regresé adonde trabajan en la confección de mi uniforme militar y pasé frente a mi madre como si nada. Seguí hasta la sala y con no sé qué promesa conseguí una fuerza de tarea en equipo conformada por mi hermana, tres primos y una vecina.

Pretextando ir a jugar al monte le dimos varias vueltas al terreno sin tener suerte. Poco a poco mis ayudas me fueron dejando solo y se dedicaron más a sus propias aventuras en la selva. Empezó a caer la tarde y a crecer mi miedo ante el cinto que ya sentía formándome verdugones en las nalgas.

En eso estaba, sufriendo por adelantado, cuando el más chico de mis primos me habló hacia donde estaba, en el límite del terreno. Había encontrado el cordón.

Una de sus puntas estaba unida a un arbusto mientras que el otro extremo se perdía entre hojas y flores: estaba atado a la pata de una iguana.

Recuperé el cordón justo cuando mi mamá terminaba de pintar mi caballito de palo y me pedía que se lo regresara para ponerle la rienda. Era el caballo blanco que monté cuando fui un general de Cri Cri en mi graduación del kínder.

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